domingo, 20 de marzo de 2011

La hormiga sin mofletes

Érase una vez, hace diez o tres segundos, un hombre mirando a una hormiga con sombra de Gran Araña. No era una hormiga con sombra de hormiga que la persiguiera, sino que como la araña tenía un par de patas más que ella era la que marcaba el ritmo y el camino, y la anodina hormiga no podía hacer más que seguirla. Pero no era solo cuestión de un par de patas. Sí así fuera, podría haberla vencido (o si quiera haberlo intentado) con sus dotes hormiguescas. Lo que ocurría era que la Gran Araña tenía todo lo que la insípida hormiga creía necesitar, lo que, en último término, llevaba a que no tuviera más remedio que ser la sombra de su sombra.
El caso es que la hormiga se asustaba de forma exagerada con las demás sombras, porque eran grandes y oscuras y se tragaban a la propia, dejándola en la más temblorosa soledad. Y tenía un saco muy pesado, mucho, de penas y miedos que crecía y no vaciaba nunca. Andaba por las grietas para que no la pisaran, y bla,bla,bla.
Un coñazo de hormiga, vamos, que no sé ni porqué gasto el tiempo explicándola si ni siquiera me cae bien. A mí lo que me llamó la atención fue el hombre mirando a la araña con las cejas arqueadas, la boca sin labios torcida en mueca de grima, sentado incómodamente con los músculos tensos y frotando las manos toscas y arrugadas, queriendo ocultarse del sol con un sombrero y con la mirada clavada en la araña. Pasaron nueve o tres autobuses sin que el hombre dejara de mirarla. Cada vez se exasperaba más, movía primero una pierna, luego la otra, y luego las dos. Y luego las cruzaba, se secaba el sudor de las manos en el pantalón, se bajaba el sombrero, todo esto con los ojos hipnotizados. Impaciente, parecía esperar a que la araña hiciera algo, que abandonara el papel de guía. Parecía decirle con su mirada desafiante: deja de andar en círculos. La hormiga a él tampoco le interesaba, sabía tan bien como yo y como cualquiera que hubiera estado observando el espectáculo que no era más que un insulso títere. Entrecerraba los ojos con ansia tratando de deformar la trayectoria de la hueca pareja, sombra y sombra, y al no conseguirlo la mirada tornaba nerviosa y decepcionada. Resoplaba, movía la pierna, y miraba insistente a la araña como diciendo "venga, ¿es que vas a seguir así todo el día? ¿Eso es todo lo que sabes hacer? ¡Qué eres una araña, por Dios, deja de comportarte como una nimia hormiga! ". La verdad es que no parecía el tipo de araña que trepara por pieles desnudas, arriesgándose a ser aplastada.
De vez en cuando, daba un puñetazo al banco y luego se quitaba el sombrero y se pasaba la mano morcillosa por la piel grasienta que el pelo dejaba al descubierto, y murmuraba cosas como "vergüenza", "raza", que me hacían confirmar mis sospechas de que lo que le molestaba al hombre era la sumisión de la Gran Araña que, en efecto, no se comportaba como gran ni como araña. En un arrebato de destrucción, susurrando palabras sueltas que, en mi opinión, no tenían demasiado sentido (tela, fuerte), se levantó del banco y, dejándose llevar por el instinto, pisoteó la sombra a conciencia. Y con ella a la hormiga, aunque esto no tiene demasiada importancia. Cuando levantó la bota ladeó la cabeza con gesto extrañado al descubrir el cadáver de una araña.


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